Quiero ser dulce, pero estoy enojada.
Estaba llena de vida, nacida en la calidez y bajo el sol, pero esa vida se me fue lentamente arrebatada de mis entrañas, crudas y al rojo vivo. Me la quitaron para entregársela a ellos, el brillo de mis ojos les pertenecía, mis pensamientos e ideas ahora son suyas.
Lo odié, los odio. Odio que mi vida no sea mía, que mis sentimientos, mi cuerpo y deseos les correspondan.
De pequeña me di cuenta, a una tierna edad, que yo nunca fui mía, soy de ellos, desechable y reemplazable lista para ser utilizada en el momento requerido. Darme cuenta, joven e inocente, que aunque somos suyas, ellos no nos quieren, es más, nos desprecian.
Hay un odio profundo en sus pechos, vacíos de corazón. Nos ven como forasteras pisando sus tierras, como algo que debió ser como ellos, pero falló en el intento. Tristemente, a nosotras no nos queda más que seguir intentando, intentando ser como ellos, o quizá, ser deseables para ellos.
Nos protegemos bajo su mirada, entregamos todo lo que somos a cambio de la promesa vaga de un poco de cariño y cuidado.
Agachamos la cabeza, sonreímos y giramos nuestro cabello entre los dedos, como si ellos nos importaran, como si valieran la pena, como si tuviéramos más alternativa. Escuchamos sus conversaciones vacías e insípidas para sobrevivir en su mundo, abrimos nuestros brazos y actuamos como quieren. Ellos, pensando que son un deleite, criaturas llenas de egolatría, creyendo tanto en sí mismos que es casi envidiable. Colocan sus manos en nuestros hombros y ofrecen sonrisas que debiesen ser encantadoras. No lo son. Ellos, criaturas inconscientes del sufrimiento que causan, desconocen a cuantas de ellas han fragmentado, llevándolas a un punto sin retorno, volviéndolas un cascarón con esencia a amargura. Quitando, siempre quitando.
Me duele verlas apagarse frente a su presencia, restándose espacio a ellas mismas para hacer más grande a quien realmente no lo es. Como un espejo que refleja el triple de su tamaño.
Nos hacen daño, nos brutalizan y aun así exigen que los amemos, como si fuera su derecho de nacimiento.
Odio verlas quebrarse bajo sus manos insensibles, verlas transformarse en algo como ellos, ocultarse en sus pechos y refugiarse en sus brazos. Odio que, viendo esto con ojos rojos y lágrimas, aun así me hago pequeña ante su presencia. Aún quiero abrigarlos tal cual chimenea.
Lucho cada momento contra lo que me enseñaron, contra lo que esperan y exigen. Me temo que algún día no pueda seguir peleando, me aterroriza que mi deseo de ser aceptada sea más grande que mi furia.
Día y noche ellas escuchan que solo son capaces de amar, y ellos se llenan de ese amor, mientras crecen rodeados de voces que les repiten que son capaces de mucho más.
Ellas dan sin esperar, sedadas con la mentira de que lo que entregan volverá a mano de ellos. Ellas saben amar, pero no saben a quién, ni cuando parar.
Ruego por un mundo que sea nuestro, donde podamos vernos y encontrarnos, volcar toda esa ternura en nosotras mismas.
Me temo, nunca llegue a encontrar ese lugar que busco, donde todas limpiemos nuestras lágrimas, besos de consuelo en las mejillas, y nos digamos que ellos fueron un mal sueño.
Por ahora, buscaré aquel oasis en cada una de ellas. Me refugiaré en momentos que son solo nuestros, donde solo habitamos nosotras.
Quiero ser fuerte para ellas, verlas me da la esperanza de vivir en un lugar hostil donde no hay nada para nosotras, y, sin embargo, las tengo a ellas.
Mi rabia hacia ellos es grande, pero mi amor por ellas lo es aún más.